Esta semana estaba platicando con mi hija Rebe. Ahh, cómo adoro esos momentos de reflexión con ella. No solo porque se quedan grabados en mi memoria, sino porque me permiten entender cómo piensa la nueva generación. En medio de la conversación terminamos hablando de algo que todo el mundo busca: "La felicidad". Hoy parece que todos debemos demostrar que estamos felices; si no, algo “anda mal con nosotros”. Entre libros, conferencias y promesas de bienestar instantáneo, no pude evitar preguntarme: ¿no estaremos sobrevalorando la felicidad? Yo creo que sí.
Cuando hablo de sobrevalorar la felicidad, significa darle un peso excesivo a un estado emocional pasajero como si fuera la medida de toda la vida. La psicología y la sociología coinciden en que la idea moderna de felicidad es bastante reciente y está fuertemente moldeada por el mercado. Hoy “ser feliz” se ha vuelto sinónimo de comodidad, consumo, entretenimiento y autorrealización inmediata.
El problema de idolatrar la felicidad es que distorsiona nuestra manera de ver la vida. Nos hace creer que todo sacrificio es malo, cuando en realidad el sacrificio significativo le da sentido a lo que amamos, mientras que el sacrificio innecesario no. Hay que aprender a diferenciarlo. Esta misma idolatría nos lleva a pensar que una relación vale solo si “me hace feliz”, como si amar no implicara renuncias; amar implica dar y acompañar, pero nadie puede hacernos felices; esa es nuestra responsabilidad. También nos convence de que sufrir es un error, cuando el sufrimiento es parte de la vida… y, bien entendido, ayuda a formar nuestro carácter.
Hay una diferencia entre felicidad y alegría: la felicidad es un sentimiento que cambia con las circunstancias; la alegría es una convicción que permanece incluso cuando las circunstancias cambian. Pablo lo expresó de una forma que parece contradictoria, pero no lo es: “tristes, pero siempre gozosos” (2 Corintios 6:10). Acá está todo; tiene que ver con estar conscientes del presente.
Tal vez el problema no es que nos falte felicidad, sino que no nos detenemos a reconocer el gozo que ya está aquí.
David entendía esto mejor que nadie. Él sabía lo que era estar en lo más hondo y, aun así, esperar el amanecer. Por eso escribió: “Por la noche durará el llanto, pero por la mañana vendrá la alegría” (Salmo 30:5). Y Santiago, siglos después, afirmó lo mismo desde otra perspectiva: el gozo no llega cuando la prueba termina, sino precisamente a través de ella. No porque el dolor sea bueno, sino porque Dios no se ausenta.
Al final, David y Santiago apuntan a una misma verdad: la alegría no borra el sufrimiento, lo transforma. No lo niega, lo redime. Y por eso podemos caminar con esperanza, sabiendo que ninguna noche es eterna… y que la mañana siempre viene.
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