Dicen que en la guerra política, los rusos identificaron que el asco es más poderoso que la ira. La ira lleva a la gente a votar; el asco, en cambio, divide países enteros.
Esta idea circula bastante en artículos de análisis político y comunicación. La frase suele usarse para señalar cómo el asco (es decir, la repulsión moral) puede ser incluso más eficaz que la ira.
El asco no solo rechaza, también distancia. Nos permite mirar al otro desde arriba, como si fuera menos humano, menos digno. Por eso en redes vemos discusiones tan feroces: ya no debatimos ideas, despreciamos personas.
Jesús cuenta una parábola que desarma ese juego del “mejor que”
Lucas 18:9–14 nos sitúa frente a dos hombres en el templo
la parábola del fariseo y el publicano. (sí, el cobrador de impuestos, el menos querido del barrio).
El fariseo, de pie en el templo, ora así:
“Gracias, Dios, porque no soy como los demás hombres: ladrones, tramposos, adúlteros… ni como este publicano. Yo ayuno, yo diezmo, yo cumplo.”
Mientras tanto, el publicano baja la cabeza y apenas logra decir:
“Dios, ten piedad de mí, que soy pecador.”
Jesús no deja espacio a la duda: “Todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.”

Lo interesante es que el fariseo no miente. Realmente cumple con sus prácticas religiosas. Pero su oración parece más un filtro de facebook que un encuentro. Está más preocupado por cómo se ve que por cómo está. El asco tiene un poder silencioso, nos hace sentir superiores, marginar a otros y cerrar puertas a la empatía. Por eso en política y en redes vemos cómo las discusiones, no buscan convencer, sino despreciar.
Esa necesidad de compararnos —de sentirnos “mejor que”— es tentadora porque nos da un pequeño alivio inmediato, casi como una inyección de autoestima rápida. Pero no construye nada. No acerca a Dios, no fomenta comunidad. Más bien divide, juzga y distancia.
Ojo: Jesús no critica la disciplina espiritual en sí; lo que cuestiona es cuando la apariencia sustituye a la transformación real.
El publicano, en cambio, no tiene nada que mostrar. No busca excusas ni pretextos, no presume, no señala al vecino. Solo reconoce su necesidad y se abre al perdón. Su oración es incómodamente honesta… y profundamente verdadera.
A veces olvidamos que Dios ve detrás de todas nuestros filtros. Y no lo hace para condenarnos, sino para rescatarnos. Él conoce nuestras vergüenzas, nuestras motivaciones ocultas, esos miedos que escondemos tan bien. Y aun así se acerca.
Su misericordia es persistente. No nos deja cómodos en la autojustificación, pero tampoco nos abandona en nuestra fragilidad. Es un amor decidido a restaurar.
¿Desde qué lugar nos acercamos a Dios y a los demás?
¿Con la mirada puesta en ser “mejor que”, o con la sencillez de quien reconoce: “Señor, te necesito”?