De vez en cuando leo un artículo o una frase de alguien y pienso: “porque no he escrito eso yo”. Leer inspira a escribir.
Quiero compartir con ustedes un fragmento que leí de la poeta Andrea Gibson, quien falleció el mes pasado y cuya sensibilidad me conmueve.
Está tomada de su libro Take Me With You (2018):
"Before I die, I want to be somebody’s favorite hiding place, the place they can put everything, they need to survive, every secret, every solitude, every nervous prayer, and be absolutely certain I will keep it safe. I will keep it safe."
— Andrea Gibson, Take Me With You (2018)
“Antes de morir, quiero ser el escondite favorito de alguien, el lugar donde puedan guardar todo lo que saben que necesitan para sobrevivir, cada secreto, cada soledad, cada oración nerviosa, y tener la absoluta certeza de que lo mantendré a salvo. Lo mantendré a salvo.”
— Andrea Gibson, Take Me With You (2018)

Nuestra creencia de que “la vida es corta” alimenta lo que en mi país llamamos la cultura del ajolote, es decir, vivir ajolotados: ajetreados, atolondrados, sin detenernos a respirar.
En Marcos 4, cuando los discípulos estaban en una barca en medio de la tormenta, clamaban desesperados:
“Maestro, ¿no tienes cuidado que perecemos?”
Entonces Jesús, levantándose, reprendió al viento y dijo al mar: “Calla, enmudece”. Y el viento cesó, y sobrevino una gran calma. Luego les dijo: “¿Por qué estáis así amedrentados?”.
El miedo de los discípulos era comprensible; yo, quizás, hubiera por lo menos pensado: “‘Jesús, ¿no te importa que nos estemos hundiendo?”. Pero lo profundo del pasaje no es solo el temor a la tormenta, sino que asumieron que, porque Jesús no reaccionaba como ellos esperaban, a Dios no le importaba su sufrimiento.
Eso se llama proyección: poner en Dios nuestras propias ideas y emociones. Pero Jesús nunca los abandonó, simplemente no actuó de la forma que ellos pensaban que debía hacerlo. El miedo y las crisis suelen nublar la mente. Cuando estamos demasiado ocupados o angustiados, dejamos de ver lo que realmente importa. A veces creemos que Dios nos abandona, pero en realidad son nuestros propios pensamientos los que nos engañan, ajolotándonos. Y lo mismo ocurre en nuestras relaciones: alguien no actúa como esperamos y concluimos de inmediato que no nos quiere o que nos ha fallado.
La proyección es un mecanismo psicológico inconsciente mediante el cual atribuimos a otros nuestros propios sentimientos, miedos o pensamientos. y surge para protegernos del malestar de aceptar ciertas emociones, pero termina distorsionando nuestras relaciones.
Y luego sale el resentimiento que muchas veces es la acumulación de sentimientos no expresados o malentendidos. Me pasa con mis hermanos o amigos: si algo me molesta, prefiero decirlo, porque de lo contrario se acumula y termina dañando la relación.
Expresar nuestros dolores y preocupaciones es saludable, debemos tener cuidado cuando sentimos que Dios está lejos. Podemos pensar que no nos escucha, cuando en realidad nuestras emociones y expectativas nublan la percepción de su cuidado.
Cuando comprendemos nuestras emociones, podemos acercarnos a Dios con mayor claridad. Al mismo tiempo, esa claridad nos permite estar para otros con un corazón abierto donde puedan encontrar consuelo, comprensión y seguridad. Así, como escribió la poeta Andrea Gibson, podemos aspirar a vivir con un corazón que es un refugio: un lugar seguro donde la gracia y el amor nos sostienen, incluso en medio de la tormenta, y desde donde también podemos sostener a quienes amamos.