¿Es bueno quejarse cuando las cosas van mal?
Muchas veces pensamos que Dios se ofende cuando nos quejamos. A veces sentimos que expresar nuestra frustración es señal de poca fe.
Pero, ¿realmente es así?
La verdad es que cuando la vida se pone difícil, es natural quejarse: expresar angustia, frustración o confusión. ¿Podemos abrir nuestro corazón con sinceridad, aunque lo que digamos en ocasiones son puras quejas?
Para responder, miremos la vida del rey David. No solo es uno de los personajes más relevantes de la Biblia, también es uno de los más humanos. Muchos de nosotros nos vemos reflejados en él: en sus aciertos, en sus errores, en su pasión por Dios y en sus momentos de profundo quebranto.
La Escritura lo llama “un hombre conforme al corazón de Dios” (1 Samuel 13:14; Hechos 13:22), y eso siempre me ha hecho preguntarme: ¿qué tenía David para recibir ese título tan especial? Lo sorprendente es que, al leer los Salmos, no encontramos a un hombre perfecto, sino a uno que se atrevía a ser completamente honesto con Dios. Muchas de sus oraciones están llenas de quejas y lamentos.
“¿Hasta cuándo, Señor? ¿Me olvidarás para siempre?
¿Hasta cuándo esconderás de mí tu rostro?” (Salmo 13:1)
“Mi alma también está muy turbada;
Y tú, Señor, ¿hasta cuándo?”
(Salmo 6:3)
“Cansado estoy de llamar;
mi garganta se ha enronquecido;
han desfallecido mis ojos esperando a mi Dios.”
(Salmo 69:3)
Esta es una imagen poderosa del agotamiento espiritual y físico. David ha clamado tanto que está exhausto, pero aún sigue esperando en Dios.

David no se reprimía cuando sufría. Abría su alma con total honestidad. Le hablaba a Dios de su tristeza, su miedo, su sensación de abandono… incluso de su enojo. Y Dios no lo rechazó por eso. Al contrario, esas palabras inspiradas se convirtieron en parte de la Escritura. Eso nos dice mucho.
Quejarse no es rebelarse, no toda queja es mala. Hay una gran diferencia entre una queja nacida de la fe y una queja nacida de la ingratitud.
El pueblo de Israel, por ejemplo, se quejaba constantemente durante su travesía por el desierto (Números 14:27). Decían cosas como: “Mejor nos hubiera sido morir en Egipto” o “¿Para qué nos trajo Dios hasta aquí?” Incluso llegaron al extremo de hacerse otros dioses cuando sintieron que Dios tardaba en responder. Pero esas quejas no nacían de un corazón humilde, sino de la impaciencia y la ingratitud. Por eso no agradaron a Dios. No eran lamentos sinceros que buscaban consuelo, sino reclamos que dudaban de su fidelidad. Eso marca una diferencia.
Hablar con honestidad delante de Dios es esencial para una vida espiritual auténtica. La Biblia no nos pide que finjamos que todo está bien cuando no lo está. Pretender tener gozo o paz mientras el corazón está roto no es un acto de fe. Dios no busca apariencias, sino corazones sinceros que se atreven a acercarse tal como están.
Dios nos invita a llevarle nuestras cargas (Salmo 55:22; 1 Pedro 5:7), y eso incluye nuestras dudas, nuestras lágrimas y nuestras quejas.
Los Salmos nos muestran a David empezando con lamentos, pero muchas veces terminando con alabanzas. Su honestidad lo llevaba al consuelo, y de allí a la esperanza:
“Pero yo en tu misericordia he confiado;
mi corazón se alegrará en tu salvación.” (Salmo 13:5)
La queja sincera puede ser el primer paso hacia la sanidad, la esperanza y una comunión más profunda con Dios.
David, Job e incluso Jesús expresaron sus dolores con total honestidad. Dios no se ofende.
Tampoco estamos llamados a quedarnos a vivir en la queja.
Hay un momento para lamentarse, pero también hay un tiempo para confiar, alabar y avanzar.
La queja tiene su lugar cuando nace de un corazón quebrantado que busca a Dios, pero si se convierte en una actitud permanente, puede cerrar nuestros ojos a la esperanza y endurecer nuestro corazón.
David inicia con una queja sincera:
“¿Hasta cuándo, Señor? ¿Me olvidarás para siempre?
¿Hasta cuándo esconderás de mí tu rostro?” (Salmo 13:1)
Pero al final, cambia su queja por confianza y alabanza:
“Pero yo en tu misericordia he confiado;
mi corazón se alegrará en tu salvación.
Cantaré al Señor, porque me ha hecho bien.” (Salmo 13:5-6)
El profeta Habacuc es un gran ejemplo. En el capítulo 1, Habacuc comienza expresando su frustración con Dios por la injusticia que ve a su alrededor:
“¿Hasta cuándo, Jehová, clamaré, y no me oirás?
¿Por qué, a causa de la violencia, mirarás hacia otro lado,
y callarás cuando el impío destruye al más justo?”
(Habacuc 1:2)
Pero al final del libro, en Habacuc 3, el profeta nos regala una extraordinaria oración llena de confianza y adoración, a pesar de las dificultades:
“Aunque la higuera no florezca, ni en las vides haya frutos;
aunque falte el producto del olivo, y los labrados no den mantenimiento;
y las ovejas sean quitadas de la majada,
y no haya vacas en los corrales;
con todo, yo me alegraré en Jehová,
y me gozaré en el Dios de mi salvación.”
(Habacuc 3:17-18)