Las rupturas —ya sean amorosas, familiares o amistosas— dejan heridas profundas que a menudo nos hacen sentir perdidos, desilusionados y vacíos. Un corazón roto no solo duele emocionalmente, también puede afectar nuestra fe y nuestra relación con Dios.
Dios no nos llama a fingir que no sufrimos. Jesús mismo lloró ante la tumba de Lázaro (Juan 11:35). Reconocer el dolor es el primer paso para sanar. No es falta de fe sentir tristeza. El salmista clamaba en medio de su angustia: “Cercano está Jehová a los quebrantados de corazón; y salva a los contritos de espíritu” (Salmo 34:18).
Cuando sentimos que algo se ha roto dentro de nosotros, podemos acercarnos a Dios tal como somos, con las lágrimas, el enojo, la confusión. Él no se escandaliza de nuestras emociones; Él las abraza.

Una de las mentiras más fuertes en medio de una ruptura es: “Nadie me entiende” o “Estoy solo”. Pero la verdad es que Cristo conoce el abandono, el rechazo y la traición.
Además, como cuerpo de Cristo, no estamos llamados a vivir el dolor en soledad. Busca apoyo, un amigo, un mentor, “Sobrellevad los unos las cargas de los otros” (Gálatas 6:2).
La amargura es un veneno lento que nos aleja de la sanidad. Puede parecer que guardar rencor nos protege, pero en realidad nos encierra en más dolor. Dios nos llama al perdón, no como una carga pesada, sino como un regalo de libertad.
Perdonar no significa aprobar lo que pasó ni negar el daño, sino entregar a Dios el derecho de juzgar, y elegir soltar el control.
Una ruptura puede sentirse como el final de todo. Pero en Cristo, cada final es también un nuevo comienzo. “Yo sé los planes que tengo para ustedes —declara el Señor—, planes de bienestar y no de calamidad, a fin de darles un futuro y una esperanza” (Jeremías 29:11).
A veces, Dios permite que ciertas personas salgan de nuestra vida porque quiere hacer espacio para lo que realmente nos edifica y nos guía hacia nuestro propósito eterno. Lo que ahora ves como pérdida, puede ser el terreno donde crecerá algo nuevo, más fuerte, más puro.
La sanación comienza cuando dejamos de mirar lo que perdimos y volvemos los ojos al que nunca nos abandona. En su presencia hay plenitud de gozo (Salmo 16:11), incluso después de un corazón roto.

Sanar un corazón herido toma tiempo, y Dios no tiene prisa contigo. Permítete llorar, permítete sentir, pero también permítete avanzar. Lo que hoy parece un capítulo doloroso, será el testimonio de mañana.